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LO QUE NADA NOS CUESTA…. VOLVÁMOSLO FIESTA!

¿Has visto gente que en lugar de tomar una servilleta en un restaurante toma la docena entera, o se envuelve las manos en largas tiras de papel higiénico para entrar al baño en un centro comercial? Siempre me pregunto si hacen lo mismo en sus casas, o allí resultan ser un poco más mesurados en el gasto. Lo que nada nos cuesta volvámoslo fiesta era un estribillo repetido con frecuencia por madres y abuelas para reprender nuestro descuido a la hora de tratar los recursos comunes o las pertenencias ajenas que, precisamente por ser ajenas, no siempre eran tratadas con el esmero debido.

En realidad, el despilfarro de recursos es un hábito tan extendido, que se puede apreciar en cualquier estrato socioeconómico tanto a nivel individual como grupal sin que importe mucho si los recursos son propios o ajenos. Tiene lugar en el consumo personal, en la vida familiar, en los presupuestos de las empresas y en el corriente funcionamiento del estado. Es una práctica acometida por trabajadores particulares y funcionarios públicos en el desarrollo de sus labores cotidianas sin perjuicio de a qué estrato económico pertenezcan, ni de que en sus propios hogares vivan en la más absoluta austeridad o limitación económica. 

Incluso llega al mismísimo absurdo y descomedimiento, a veces por políticas sanitarias o empresariales improvisadas y sin mucho fundamento como se ve diariamente en centros de salud, restaurantes y almacenes de cadena, entre otros. El otro día, con ocasión de la compra de una planta en un vivero, el dependiente empezó a empacarla en una bolsa plástica antes de que yo pudiera prevenirle respecto a que no llevaría ningún empaque. Aunque lo detuve al instante, arrojó la bolsa de la forma más indolente a la basura sólo porque ésta se había untado mínimamente de tierra sin importar que estuviera nueva y en perfecto estado, y fuera aprovechable para muchas otras funciones de empacado, incluso para otra planta. Como si los recursos no le costaran a nadie, la gente los despedaza y los tira por la borda en una sorda y despiadada cascada de consumo.

Y no se pierde la oportunidad de saquear ninguna fuente que parezca gratis. Por eso la gente se lleva las mantas, revistas y auriculares de los aviones así como los frascos de jabones, champús, toallas de papel y pantuflas que encuentran en los hoteles sin siquiera necesitarlos, con la excusa de que ya están pagos, de que el pago incluye todo este tipo de souvenires, y que por eso no los pueden dejar. Si se pagaron hay que gastarlos. Y entonces el dinero se convierte en la moneda que valida el derroche innecesario de recursos.

Tal vez todo el malentendido tenga que ver con que en nuestra cultura se han llegado a equiparar los recursos naturales con los recursos económicos; es decir, si se tiene dinero, se pueden comprar los recursos naturales necesarios no sólo para la supervivencia sino también para lo fútil. Si tienes dinero, tienes derecho a derrochar recursos es la conclusión necesaria de esta forma de pensar y actuar tanto a nivel personal como empresarial.

Pero desde el punto de vista de la naturaleza la contabilidad no es así; porque si bien en el mercado se da prelación a quien tiene capacidad de compra, para la Tierra sucede de otro modo. Se puede tener todo el dinero que se quiera, pero eso no hará que crezca hierba entre las dunas. Es decir, quien tenga capacidad adquisitiva puede pagar lo que el mercado ofrece siempre y cuando esos recursos estén disponibles en la naturaleza. Pero si por razones ecosistémicas ellos no están a disposición, ni todo el oro del mundo hará que revienten. 

La naturaleza no obedece a nuestras demandas ni se pliega a nuestra capacidad de compra. Ella brota de su propia gratuidad y es absolutamente magnánima; pero no sabe nada de dinero, de paquetes promocionales, de clientes VIP, de pagos por anticipado, no sabe nada de las transacciones que realizamos sobre ella. Por eso, cada vez que tomas más recursos de los que necesitas, no importa cuánto hayas pagado por ellos, ni cuanto derecho creas que tengas a llevar más de la cuenta, estás abusando de su magnanimidad, y no por portentosa dejará de extinguirse si se exprime sañudamente.  

Una interesante campaña para disminuir el desperdicio de comida, reclama que a la Tierra le cuesta mucho producir todos esos alimentos, y que por ende, no hay que desperdiciarlos. Por esa misma vía se enruta esta reflexión. Todo lo que produce la Tierra implica toneladas de energía, agua, biomasa y tiempo, a veces mucho tiempo como en el caso del gas o del petróleo. Así que el malgasto de provisiones es siempre un desconocimiento o un olvido de cuantas variables ecosistémicas se han puesto en juego para producir X o Y recurso, y de cuánto tiempo estarán disponibles.

De modo que trata la Tierra como si fuera tu propia casa porque en realidad lo es. De la misma forma que planificas el gasto y ahorras alimentos, recursos e insumos de todo tipo en tu casa pequeña, ahórralos en tu casa grande. Nunca tomes más de la cuenta en un sitio público o privado, y sé parco de todos modos. No pienses que le estás ahorrando servilletas al dueño del restaurante o café, estás ahorrándole árboles a los bosques. Eso no sólo repercutirá en la disponibilidad de recursos, sino que puede abaratar los costos de muchas empresas y negocios que pueden traducirse en beneficio económico para todos. Es posible que el dueño del restaurante o del café vea el beneficio en el ahorro de servilletas y vasos desechables de todos sus clientes y también decida bajar los precios. Aunque no importa si no lo hace. No importa si decide guardarse en los bolsillos lo que le estás ahorrando en insumos, de todas maneras estás cuidando la Tierra y eso te beneficia directamente a ti y a los tuyos. Es ganancia para todos. 

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UN ARMA MORTAL EN TUS MANOS

Como herederos de Pasteur, el célebre químico y microbiólogo francés que rehusaba un apretón de manos por temor a contagiarse de microorganismos, hemos crecido en el imaginario de que las bacterias son unos diminutos pero virulentos enemigos de nuestra salud. Y por cierto, que muchos lo son. Las bacterias son responsables de la neumonía, la tuberculosis, la salmonelosis y la meningitis, entre otras enfermedades de alta mortalidad, que cobran millones de vidas cada año. Así que no es gratuito que produzcan el temor que producen y ocasionen una alerta socialmente generalizada que nos hace verlas como adversarios declarados a los que hay que hacerles una guerra frontal. Pero ese es el grave problema de las generalizaciones, que meten en el mismo saco fenómenos totalmente disímiles y hasta opuestos, que nos impiden verlos en su específica singularidad .

Lynn Margulis, la prominente bióloga estadounidense -quizás la más destacada del siglo XX- conocedora como nadie del mundo microbiano, usa una narrativa totalmente diferente y empática para referirse a las bacterias. Las llama señores de la biosfera dada su enorme importancia para el mantenimiento y bienestar de toda la esfera de la vida. Margulis enseña que fueron las bacterias las que comenzaron a utilizar la energía de la luz solar para descomponer las moléculas de agua, obteniendo por un lado el oxígeno de la atmósfera (necesario para la vida) y por el otro, el hidrógeno que más tarde se combinó con átomos de carbono para fabricar DNA, proteínas y demás componentes celulares que hicieron posible formas de vida más complejas. Con su gran talento metabólico, las bacterias pueden fotosintetizar como las plantas, descomponer como los hongos, captar la luz, producir alcohol, ácidos orgánicos como el vinagre, expeler hidrógeno y fijar el nitrógeno gaseoso[1]* (hacer aprovechable el nitrógeno para la mayoría de seres vivos).

Todo nuestro mundo está plagado de bacterias beneficiosas que hacen posible nuestra propia supervivencia en el Planeta. Cada centímetro cúbico de tierra, aire o agua las contiene en millones, y son ellas las encargadas de hacer los ciclos biogeoquímicos o reciclaje natural que mantiene el balance planetario. Las bacterias abundan en suelos y en aguas como en plantas de tratamiento de desechos donde degradan basuras. La regeneración de los ríos, por ejemplo, se produce debido a que sus lechos poseen enormes colonias de microbios especializados en la degradación de materia orgánica, al tiempo que microbios fotosintetizadores y autotróficos (que fabrican su propio alimento) generadores de oxígeno. Lo propio ocurre en el sustrato terrestre donde la presencia de las bacterias es absolutamente indispensable para la agricultura y la producción de alimento. Son las bacterias las que hacen que los nutrientes del suelo estén disponibles para la vegetación al transformar la materia orgánica en dióxido de carbono, amoníaco, nitrógeno, fósforo y sales minerales, sustancias más simples que puedan ser absorbidas por las plantas.

Así que en palabras de nuestra bióloga: “Todas las demás formas de vida dependen de la actividad de incontables bacterias que viven, mueren y metabolizan. Nuestras relaciones con las bacterias que nos rodean tienen que ver con nuestra salud y bienestar y el de nuestros suelos, alimentos y animales domésticos”[1]** Pero no sólo como seres externos a nosotros sino como nuestros constituyentes vitales. Podría decirse que nuestros cuerpos son poco más o menos que extensiones de esas mismas comunidades bacterianas: “Las bacterias son la vida (…) cualquier organismo, o es en sí mismo una bacteria, o desciende por una u otra vía de una bacteria o, más probablemente, es un consorcio de varias clases de bacterias. Ellas fueron los primeros pobladores del planeta y nunca han renunciado a su dominio. Quizás sean las formas de vida más pequeñas, pero han dado pasos de gigante en la evolución”[1]***.

Se calcula que los seres humanos tenemos alrededor de 2 kilos de bacterias en nuestro cuerpo. Si tenemos en cuenta que el peso de una bacteria es despreciable, entonces dos kilos en peso, suponen un número superlativo de cubrimiento en área. Todo nuestro sistema orofaríngeo (oral y faríngeo), gastrointestinal, respiratorio, genital y hasta la piel, están recubiertos de un finísimo tejido o comunidad bacteriana llamada microbiota, que es completamente necesaria para el óptimo funcionamiento del organismo. Tu digestión es posible gracias a las bacterias, tu sistema inmune depende de la salud de tu microbiota intestinal, tu piel puede resistir los embates del clima y la contaminación gracias a la microbiota o flora cutánea; y cuando éstas pierden su balance, empiezan los problemas de salud: enfermedades inmunitarias, alergias, psoriasis, enfermedades del sistema nervioso, del sistema cardiovascular, patologías digestivas y demás, son padecimientos de los que apenas se está descubriendo su relación con la microbiota. La ciencia médica que en realidad es bastante nueva en el estudio de la misma, calcula que se ha perdido alrededor de un 90% de nuestra microbiota o flora bacteriana, lo que supone una pérdida enorme genéticamente hablando[2].

Y el panorama se complica cuando hablamos de la pérdida de microbiota a nivel macro o ecosistémico debido al uso indiscriminado y frecuente de antibióticos y antibacteriales: “Investigaciones recientes apuntan a los efectos del uso actual de los antibióticos y de los agentes antibacteriales, que están cambiando la naturaleza de los microbios en el ambiente y están creando gérmenes que son más difíciles de combatir y eliminando a algunos microbios beneficiosos”[3]. Eso implica serios problemas de salud pública pues por un lado se crean resistencias a medicamentos de uso humano o veterinario bien sea a través del arrojo de excrementos en las aguas sanitarias y de escorrentía de las personas y animales tratados, o porque se arrojan directamente restos de los medicamentos a los propios sifones, donde las bacterias presentes en las aguas residuales los absorben promoviendo mutaciones y generando inmunidad, que deriva en una resistencia al medicamento cuando posteriormente se vaya a tratar la enfermedad en un paciente portador de la bacteria o microorganismo en cuestión. El otro problema de salud pública estriba en el muy importante hecho de que esos antibióticos y antibacteriales por su misma naturaleza bactericida, destruyen indistintamente muchas bacterias provechosas absolutamente necesarias para la buena salud de los ecosistemas. 

Teniendo en cuenta nuestra paranoia social, hemos proliferado en el uso de antibacteriales, mucho más, después de haber sufrido una pandemia que parece no habernos dejado claro que los virus no se matan con antibacteriales precisamente porque no están vivos. Así que andamos por el mundo aplicando el “precioso gel” para sentirnos a cubierto de toda amenaza bacteriana. Pero el Planeta no funciona así; las bacterias no son esos enemigos insidiosos y ocultos agazapados esperando su oportunidad para dañarte, sino todo lo contrario, son el alma de la vida individual y planetaria, y cooperan para mantenerte sano y con vida. Se respiran en la tierra, en el aire, en la comida nutritiva y recién preparada, y son una verdadera bendición para tu salud.

Eso no significa que no existan las bacterias patógenas, pero éstas son infinitamente menores en número a las beneficiosas, y en muchas circunstancias podrás hacerles frente incluso sólo con un sistema inmune -compuesto de bacterias provechosas- fortalecido. No tiene ningún sentido lavarse las manos con un jabón antibacterial cuando no se ha estado expuesto a ambientes extremos como los hospitalarios o ciertos lugares públicos concurridos. En casa es totalmente innecesario y desaconsejado el uso de antibacteriales, hipocloritos u otras sustancias químicas cáusticas. Lo único que conseguirás es dañar la microbiota de tu piel así como los microorganismos de los ecosistemas que viven aguas abajo del sifón de tu lavamanos, y por extensión, tu propia salud, que depende de la salud de esos ecosistemas. No podemos hacerle la guerra a las bacterias indiscriminadamente porque eso es hacernos la guerra a nosotros mismos. Si por algún motivo, tienes que usar una de estas sustancias, úsalas con precaución y en pequeñísimas cantidades (con gotero), recuerda que tienes un arma mortal en tus manos.

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EL PLÁSTICO NO SE RECICLA, SE INFRACICLA

Etimológicamente hablando, la palabra reciclar significa volver a hacer ciclos, esto es, describir incesantemente circuitos, sin que haya pérdida de materia ni residuo. En eso la naturaleza es maestra como lo muestran los sucesivos ciclos biogeoquímicos (circulación de elementos químicos entre los seres vivos y el entorno) del agua, del oxígeno, del nitrógeno, del azufre y del carbono entre otros. Este último, por ejemplo, está presente en la atmósfera terrestre como gas carbónico principalmente proveniente de las erupciones volcánicas, y es capturado desde allí por las algas y plantas verdes que, con ayuda de la luz solar, lo transforman en oxígeno y carbohidratos. Ese oxígeno y esos carbohidratos son tomados por los animales para realizar la respiración (devolviendo nuevamente gas carbónico a la atmósfera) y a través de la cadena alimenticia formar sus propios cuerpos y esqueletos. Cuando éstos mueren, una parte se transforma nuevamente en carbono que va al suelo por acción de los descomponedores (algas y bacterias), y otra se va acumulando en la corteza terrestre para formar fósiles y piedra caliza, que acabará penetrando profundo en el manto terrestre, y retornará a la atmósfera en forma de CO2 en una próxima erupción volcánica, cerrando así el ciclo.

De manera que, permitiéndonos una extrema simplificación con fines meramente pedagógicos, podemos afirmar que el carbono adopta las diferentes formas de gas, planta, animal, fósil, gas, planta, animal, fósil y así sucesivamente en una perfecta circularidad, mientras la cantidad de átomos de carbono se mantiene intacta; con lo que la naturaleza se revela como una incesante recicladora de materia.

Si fuésemos a trasladar este modelo biogeoquímico de reciclaje natural a la industria, podríamos decir, contextos aparte, que un objeto o residuo es reciclable cuando sus componentes se pueden transformar sucesivamente en otro producto de su misma especie o de una especie diferente, o hacer parte de un nuevo proceso natural o productivo, sin requerir nueva materia prima y sin que a su vez quede un residuo. En esa dirección podemos poner como ejemplo el reciclaje del vidrio, que puede volver a ser el objeto o envase que fue con sólo fundirse y moldearse, sin necesidad de adicionar más materia virgen. La nueva botella reemplaza a la antigua; de suerte que puedes obtener un objeto nuevo con el mismo sustrato que tenías el anterior. El residuo siempre estará recirculando en un proceso que no tiene entradas ni salidas. Eso es ser realmente reciclable. Sin duda, no es tan perfecto como suena, y genera su propia huella ambiental, especialmente en el tema energético; pero en cuestiones de circularidad, el reciclaje del vidrio imita muy bien a la naturaleza.

Con el reciclaje del plástico y del sintético en general, no ocurre eso por más que se nos diga que se puede transformar y, en nuestro imaginario creamos que la huella ambiental que generamos al comprar una botella de agua, por ejemplo, será compensada por obra y gracia del reciclaje. Aunque corrientemente se cree que una botella plástica será convertida en la misma botella y, por extensión, cada producto o cada empaque en el mismo producto o empaque desechado por una suerte de artilugio (y así debería ser, si realmente fuera reciclable en el sentido de hacer ciclos o circuitos); la verdad es otra muy distinta. La botella que estás generando al comprar cualquier líquido embotellado en plástico, no será convertida en otra botella de su misma especie. No puedes esperar que esa botella fundida, vaya a ser moldeada de nuevo como una botella de plástico con las mismas características de brillo, transparencia, temple y demás de la botella original.

¿La razón? La degradación polimérica. Con los polímeros sintéticos (y el plástico es uno de ellos) ocurre un fenómeno físicoquímico de degradación, que puede ser natural o inducida, y que consiste en un cambio irreversible en su estructura molecular (una rotura o deterioro de sus cadenas moleculares), que puede darse por diversas causas como las altas temperaturas (degradación térmica), la luz (fotodegradación), los agentes químicos (degradación química) y similares, que acaban afectando su resistencia mecánica, su elasticidad, su apariencia y coloración entre otras[1] [2], y consecuentemente su posibilidad de ser sucesivamente reciclados.

En el proceso de reciclaje, los plásticos deben ser sometidos a degradación térmica y química para poder disminuir su peso molecular y proceder a su transformación; lo que implica pérdida de sustancia con cada ciclo de reciclaje y, por ende, limitación en el número de ciclos de reciclado. De suerte que el reciclaje del plástico no es para nada un proceso circular, sino un proceso abierto, con entradas y salidas que implican una constante pérdida de materia y consecuentemente la necesidad de adicionar nuevo material virgen para reponer el perdido.

Así que… definitivo, la botella de agua que mandas a reciclaje jamás volverá a ser otra botella de agua. Cuando ella se recicle, será convertida en otra cosa diferente que, igual no podrá reintegrarse a la naturaleza una vez expire. Como ejemplo, puedes pensar en las botellas PET que se reciclan como fibras para textiles, correas, bolsos o empaques para verduras y tortas. Ellas no sólo no reemplazan la botella gastada, sino que cuando esos textiles, correas, bolsos y empaques acaben su vida útil, no podrán ser sometidos a ningún tipo de reciclaje ulterior, y si lo fueran, solamente se estarían acercando más al punto final de degradación del polímero hasta convertirse indefectiblemente en basura. Así que más que reciclaje del plástico, lo que existe es un infraciclaje, esto es, la conversión de un desecho no en otro producto de su misma o de otra especie distinta que pueda ser a su vez reciclado, sino en un producto totalmente diferente, de menor calidad y/o funcionalidad que el anterior, y que igual quedará como desecho.

La gran conclusión es que ese reciclaje o mejor infraciclaje, no está supliendo el envase consumido y, por ende, tampoco evitando que se produzca uno nuevo, es decir, no sirve para reemplazar el envase usado, sino que genera un tercer producto, con lo que su mejoramiento ambiental es cero[3]. Ciertamente es mejor usarlo para fabricar otro producto que llevarlo al relleno sanitario de primera opción; pero en términos de contabilidad ecológica el balance sigue generando un pasivo ambiental: un nuevo producto que no reemplaza el anterior, y con cuyo residuo de todos modos tendremos que lidiar cuando acabe su vida útil y vaya a parar al relleno sanitario o al océano (y consecuentemente a la cadena alimenticia, es decir, a nuestros cuerpos), que es el reservorio al que por simple ley de gravedad va a parar toda nuestra basura.

Por supuesto, también hay casos en los que se produce una nueva botella que incluye un porcentaje del material reciclado (usualmente un 25 %), pero con la expresa prohibición de ser usada para empacar alimentos debido a las políticas empresariales y gubernamentales de inocuidad. Con lo que tampoco el nuevo envase reciclado reemplaza al anterior ni siquiera en parte. De suerte que la propia normativa también estorba la circularidad del residuo. Problema que no se resuelve con cambiar la normativa y subir los porcentajes, porque si la propia naturaleza de la materia no permite su reciclaje continuo y total por las razones arriba expuestas, no sirve de mucho que lo permita la ley. Así que el verdadero problema del reciclaje del plástico radica en su propia naturaleza. Si siempre tenemos que utilizar resina virgen para reponer la perdida, además de ciertos aditivos químicos que frecuentemente añaden más pasivos ecológicos en el proceso de reciclaje, no solamente no nos desharemos nunca del plástico, sino que cada vez tenderá a aumentar más y más la contaminación con sus nefastas consecuencias para el ambiente, la salud de las personas y los animales[3]. 

Como hemos dicho en otro lugar, eso no significa que dejes de reciclar todo objeto plástico con el que te topes. Hay un importante sector de la industria recreando nuevos y atractivos productos que alargan la vida del valioso material, y es nuestro deber ayudarles en esa recuperación. La madera plástica es uno de ellos, y quizás el mejor en cuanto a funcionalidad y durabilidad. Mucho mobiliario, recubrimiento térmico, pisos e incluso vivienda, pueden ser fabricados con madera plástica, lo que la convierte en un producto óptimo del reciclaje. Pero tampoco es eterna, indefectiblemente caducará, y llegará al inevitable punto en que se convierta en basura. Así que recicla todo el plástico que puedas, el que ya se causó, el que a su vez ya haya sido reciclado; pero no compres más plástico nuevo con la excusa de que se recicla, porque eso solamente es echarle combustible al problema.

 
 
 

[3] Freinkel, Susan. Plástico, Un idilio tóxico, Mexico: Tusquets Editores. 2012, p.232.

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“LA MATERIA NO SE CREA NI SE DESTRUYE SINO QUE SE TRANSFORMA” (sobre los incineradores de basura)

Cuando ciertos sectores de la sociedad empiezan a pronunciarse respecto de los inconvenientes asociados a los rellenos sanitarios, otros sectores comienzan a abogar por estrategias alternativas que solucionen el problema de tajo y, por qué no, traigan al mismo tiempo aparejadas ventajas. Es el caso de los incineradores, la otra estrategia que han ensayado las sociedades industrializadas para hacer desaparecer la basura calcinándola y usando el calor producido como fuente energética; después de todo los residuos desaparecen cuando se los quema, o al menos eso es lo que nosotros creemos.

Al concepto se le ha dado el nombre de termovalorización, y consiste en dar un valor agregado a la basura convirtiéndola en energía eléctrica. Maravilloso negocio. Grosso modo, el proceso es como sigue: los residuos son introducidos dentro de un contenedor de aproximadamente una tonelada, al cual se agrega oxígeno y un catalizador para provocar combustión, así la basura se quema a una temperatura promedio de 1.000°C, lo que genera altísimo calor. Dicho calor se utiliza para hervir agua, y el vapor generado por el agua hirviendo, impulsa una turbina que produce electricidad. O sea que la basura desaparece y a cambio obtenemos energía. Parece muy simple y beneficioso. Sólo que la primera parte de la afirmación no es verdad. 

Como enseña la termodinámica, una importante rama de la física, la materia (es decir, los residuos) no se crean ni se destruyen, sino que se transforman. ¿En qué se transforman? En gases, partículas tóxicas y cenizas. La combustión separa y recombina sustancias químicas formando supertoxinas. Los productos de limpieza, persianas, pisos, ropa e impermeables que han sido elaborados con cloro, por ejemplo, forman cuando son incinerados, un tóxico llamado dioxina+, que es responsable de problemas endocrinos, neurológicos, circulatorios y reproductivos*.

Así que la basura no desaparece, sino que se transforma en elementos químicos nocivos que van a la atmósfera generando lluvia ácida+ que caerá sobre los cultivos, ríos y animales, envenenando la cadena alimenticia y generando problemas de salud. A ello hay que sumar que, al transformarse en humo, gases y cenizas, la basura se volatiliza incrementando grandemente su efecto pernicioso al llevar la contaminación mucho más lejos (desde el punto de vista aéreo) del lugar donde inicialmente se produjo. Si se quema un neumático en una ciudad determinada, la lluvia ácida que va a generar esa atmósfera contaminada puede precipitarse sobre una ciudad muy alejada e incluso sobre otro país. Recordemos que la naturaleza no sabe de fronteras geopolíticas; el clima o la tierra no es diferente de una zona fronteriza a otra. La Tierra es una sola, es un continuo, y las consecuencias de una actividad en una de sus latitudes, se hacen sentir con fuerza en otra latitud completamente diferente. De manera que la contaminación atmosférica se propalaría grandemente. 

A ese respecto se podría objetar que la combustión de los actuales y modernos incineradores es controlada, y los gases emitidos son sometidos a potentes filtros que reducen la emisión de material particulado a la atmósfera; pues dichos filtros retienen el material volátil haciendo que éste se precipite. Buen punto, ciertamente los filtros pueden evitar en buena medida que dicho material vaya a la atmósfera; pero que las partículas no vayan a la atmósfera no significa que han desaparecido; sólo significa que se han asentado y que quedan en la tierra en forma de sedimentos (25% del total de la masa incinerada) que de todas maneras hay que enterrar, estropeando el suelo; lo cual no es un daño menor. La contaminación in situ de un terreno determinado es ya un potente daño ambiental, y es obvio que tampoco se va a quedar ahí; es sólo cuestión de tiempo que por las propias fuerzas naturales se desplace a puntos más alejados, lo que supone una contaminación y envenenamiento paulatino más sutil y, por ende, más pernicioso y difícil de controlar. ¿Cómo saber si lo que tienes en tus manos con apariencia de ceniza no es un puñado de metales pesados y compuestos orgánicos+ peligrosos como dioxinas+ y furanos+? https://co.video.search.yahoo.com/search/video?fr=mcafee&ei=UTF-8&p=subproducto+de+la+incineraci%C3%B3n+de+residuos&type=E211CO714G0#id=2&vid=37e04a35c31d8232e48f71518027348a&action=click 

La organización Greenpeace capítulo Colombia, ya ha alertado sobre los peligros e inconveniencia de la instalación de incineradores de basura en nuestro país, denunciando el perjuicio generado por la liberación de las nanopartículas tóxicas asociadas a dicha práctica, fuera de que constituye un espaldarazo a la cultura del desechable y, por ende, al malgasto de recursos y excesiva generación de residuos que redundan en una doble presión a la naturaleza. De allí que haya hecho su petición al Congreso para que excluya del Plan Nacional de Desarrollo el término “valorización de residuos”, un nombre equívoco a una práctica lesiva que no representa ninguna mejora ni adelanto pese a la energía obtenida de la misma.

La energía resultante de la quema de residuos tiene unos costos ambientales ciertamente muy altos, y una lógica un tanto paradójica para ser una solución. No tiene mucho sentido quemar una enorme cantidad de material para recuperar parte de la energía que se gastó produciéndolo. Si en verdad el tema es de optimización energética, más ecológico sería adoptar modelos de reutilización que hicieran innecesaria la producción indiscriminada de nuevos artículos, lo que redundaría en un ahorro energético a gran escala. En sentido inverso, un incinerador de residuos es una gran boca hambrienta que cada vez pide más residuos para mantenerse en funcionamiento. De suerte que en nada resuelve el problema de la contaminación, ni parece una solución aceptable al problema ambiental que representa la basura; mucho menos cuando su costo y operación son altísimos. Se calcula que van por el doble de los de un relleno sanitario.

*Leonard, Annie. La historia de las cosas, Bogotá: FCE, 2011. P.278

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COSTOS EXTERNALIZADOS

¿Recuerdas cuando de niño hacías galletas para vender en tu barrio y sentías que era el negocio más lucrativo del mundo? Sólo un poco de azúcar, harina y mantequilla se convertían en “mucho dinero” con un mínimo de esfuerzo. Las monedas fluían fácilmente a nuestros bolsillos porque las galletas podían ser vendidas a precios mínimos dado que sólo había que comprar tres ingredientes básicos.

En realidad, el negocio no era tan lucrativo; eran tus padres quienes estaban corriendo con los costos ocultos. Eran ellos quienes ponían el horno, los enseres y el papel para hornear, eran ellos los que pagaban la energía, el agua y el jabón, y eran también ellos los que ponían su tiempo y mano de obra para limpiar los desastres que armabas en la cocina. Era su auxilio el que te permitía vender tus galletas a precios super bajos y, por ende, obtener tan fácilmente dividendos. Estabas produciendo subvencionado y, sin su ayuda, tu negocio de galletas probablemente no hubiera sido posible.

De adultos, diríamos que el mundo económico es bien distinto, y muchos de esos costos deben estar contemplados en cualquier empresa si no quiere irse a la quiebra antes de empezar. No obstante, igual que los niños que jugaban a empresarios, los ya empresarios de hoy incurren en la misma ilusión de los chiquillos cuando a pesar de tener contabilizada el agua, la luz, la mano de obra y demás, olvidan calcular en el precio de venta de sus productos el costo de los impactos generados por su actividad industrial, dejándolos pesar directamente sobre hombros ajenos.
 

Como cuando niños dejábamos que papá y mamá corrieran con el trabajo sucio de limpiar y pagar, muchos de los empresarios de hoy permiten que las consecuencias de su quehacer industrial recaigan sobre terceros. Pongamos por caso uno de tantos renglones de la economía: la industria minera y su alto impacto en la contaminación y degradación de suelos, aguas y atmósfera, que inciden directamente en las comunidades circundantes en forma de enfermedades respiratorias, cutáneas, cáncer y pérdida de la biodiversidad entre otras, circunstancia que la mayoría de los industriales no compensa ni se ocupa de remediar.

Este descuido u omisión en la compensación de los daños generados por la fabricación de un producto o servicio hace parte de lo que se conoce como externalización de costos. Así que en su faceta ambiental, los costos externalizados se definen como el traslado de los impactos negativos de una actividad industrial y/o comercial a los ecosistemas y a las comunidades y personas que dependen de éstos. Los daños que la industria ha generado y sigue generando en las condiciones del aire, el agua y la tierra es algo que afecta la calidad de vida de todos, pero por las que nadie responde.

Ha sido fácil omitir o externalizar esos costos dado que son las comunidades humanas y no humanas las que han tenido que apañárselas para ver cómo paliar sus consecuencias. Pero la pregunta que surge no es cómo ha sido hasta hoy, sino cómo va a ser hacia el futuro, es decir: ¿puede la industria -todas las industrias del Planeta en todos los órdenes de producción- seguir externalizando sus costos ambientales de operación? Es decir, ¿puede seguir produciendo a pesar de los daños que causa en los ecosistemas como si no pasara nada? La respuesta, sin duda, es no. Primero, porque ante la opinión pública su obligación es clara y eso tiene una repercusión directa en su propia reputación y en sus responsabilidades ante la ley; y segundo, porque si ella no evita o compensa debidamente esos daños, más tarde o más temprano ellos incidirán en la calidad y viabilidad de su futura producción. Si los empresarios no son sensatos en el uso de los recursos, es evidente que sus impactos acabarán -entre otros- por dañar los ecosistemas, haciendo imposible su propio quehacer comercial. Ninguna actividad industrial puede tener lugar sin recursos naturales.

¿Cuál es entonces la salida? Internalizar los costos que han estado externalizados por décadas, es decir, incluirlos en el precio de venta del producto. Así, y siguiendo con el ejemplo de la minería, internalizar los costos de producción significa que los minerales metálicos y los no metálicos así como los materiales energéticos y de construcción asociados a la minería deben tener incluido en su precio de venta el costo de haber sido fabricados siguiendo prácticas de explotación y producción sostenibles, prácticas de tratamiento de aguas residuales, de conservación de la biodiversidad, de restauración de áreas afectadas, de promoción del reciclaje de materiales, de limitación de las tasas de extracción y demás, que contribuyan a una minería sostenible. En términos generales, internalizar los costos significa incluir en el precio de venta del producto lo que proporcionalmente costaría dejar los ecosistemas y las comunidades en el mismo estado que si no hubieran sufrido una perturbación.

 

Desde luego, no se trata de elevar el coste de los productos a precios imposibles ni de iniciar una carrera especuladora para aprovechar la tendencia alcista; todo lo contrario. Se trata de crear una doble consciencia: en el consumidor, la consciencia de que un producto de calidad vale y de que lo más barato no es precisamente lo más responsablemente producido; y en el productor, la consciencia de que el precio de venta del producto debe reflejar su durabilidad y su origen sostenible evitando toda práctica especuladora y abusiva. Todo ello bajo la vigilancia estricta de las autoridades y la veeduría ciudadana, exigiendo que cada producto exhiba un sello de calidad que certifique la veracidad de la información para evitar cualquier falsificación. De lo que se trata es de ser garantes del origen genuinamente sostenible de un producto, y así, de que los consumidores estén dispuestos a pagar un poco más por un producto de calidad, y los productores dispuestos a ganar un poco menos* para respetar la resiliencia (capacidad de compensar las perturbaciones) de la Naturaleza, ambos con el objetivo conjunto de producir y consumir sin expoliar los recursos para la vida.

*Ello por supuesto debería ir acompañado de una nueva ética empresarial. Al respecto te invitamos a leer nuestro post ánimo de lucro y daño ambiental.

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TRÁFICO DE RESIDUOS

¿Has tenido la experiencia de tener entre tus manos un residuo que te abruma debido a su peligrosidad, hedor o condición bacteriológica -por ejemplo, el excremento de tu perro- sin tener un sitio cerca para disponerlo correctamente, y necesitas deshacerte de él con urgencia, pero tienes que hacerlo a hurtadillas porque definitivamente nadie lo quiere cerca?

Eso es lo que les pasa a muchas empresas cuyos residuos son de un carácter tan peligroso e indeseable, o en una cantidad tan enorme que no pueden botarlos en los vertederos municipales, ni en ningún lugar autorizado y, por ende, necesitan buscar lugares alternos para deshacerse de ellos. Así que optan por exportarlos en barcos de carga a países pobres y con legislaciones ambientales débiles o inexistentes, para abandonarlos en lugares marginados o socialmente deprimidos donde por su misma condición de abandono la gente no presente oposición.

La práctica ha dado incluso pie al concepto de tráfico de residuos debido a su carácter embarazoso y clandestino. Muchos de nosotros hemos visto documentales grabados en ciertos países asiáticos o africanos con playas y extensas áreas convertidas en verdaderos cementerios de residuos electrónicos, agrotóxicos, ropa y todo tipo de basura industrial en los que nadie figura como responsable.

El procedimiento va desde hacerlo abusivamente y a hurtadillas, como cuando unas empresas norteamericanas se deshicieron de unos desechos peligrosos de plomo y cadmio introduciéndolos en unas bolsas de fertilizante que iban con destino a Bangladesh con absoluto desconocimiento de sus destinatarios, hasta pagar un precio al gobierno local de alguno de esos países para que permita el desembarque de residuos peligrosos en algún lugar de sus costas. Por supuesto, la mayoría de las veces ningún porcentaje de este dinero se usa para paliar el desastre ambiental causado por el residuo, y a veces ni siquiera llega a la comunidad porque son los propios agentes gubernamentales los que se quedan con el botín.

Aunque no toda la basura que se exporta es de carácter privado. Los países que suelen tener incineradores metropolitanos de basura tienen además el problema de no saber donde enterrar las cenizas que quedan de la quema municipal, y también ellas han sido despachadas en largos viajes buscando un basural para ser depositadas. Así que no todas las grandes embarcaciones que vemos surcar los mares transportan mercancía; muchas de ellas están al servicio de cargamentos internacionales de desechos.

Annie Leonard cuenta en su libro Historia de las cosas* como 14 mil toneladas de cenizas provenientes del incinerador municipal de filadelfia (USA) hicieron un periplo de 27 meses por los cinco continentes buscando infructuosamente donde ser desembarcadas. El atasco se debió a una campaña emprendida por Greenpeace** que alertó a los diferentes gobiernos donde se aproximaba la embarcación sobre el inconveniente de recibirlos. Como el anhelado permiso nunca tuvo lugar, meses después se supo por unas fotos tomadas por un marinero de la tripulación, que la carga había sido arrojada en alta mar.

No obstante, el transporte de residuos no ha sido siempre ilegal, y durante buen tiempo fue incluso un negocio lucrativo. China importó desde Occidente residuos plásticos potencialmente difíciles de reciclar por más de dos décadas hasta que los niveles de contaminación en los ríos y el aire, aunados a sus efectos sobre la salud de la población, hicieron que el gobierno tomará medidas y prohibiera dichas importaciones en 2018.

De inmediato las empresas occidentales pusieron sus ojos en el Sudeste Asiático, y países como Indonesia, Tailandia, Vietnam y Malasia se vieron inundados de la basura que China ahora rechaza, y que los ha llevado a declarar que ninguna nación en vías de desarrollo debe ser considerada el basurero del mundo desarrollado. www.nationalgeographic.es  El veto de China a la importación de basura desplaza la crisis de residuos al Sudeste Asiático.

La “guerra de la basura” como se ha solido llamar a los conflictos entre naciones por el desembarque de contenedores no autorizados o maliciosamente etiquetados es una guerra que apenas comienza. En 2019 la opinión pública internacional presenció una disputa entre Filipinas y Canadá por un desembarque de basura plástica no autorizada en las costas filipinas que permaneció allí por cerca de seis años, y que involucró incluso al entonces presidente de Filipinas Rodrigo Duterte, quién amenazó con conducir personalmente una expedición para devolver la basura a su país de origen.

No hay duda que la gigantesca producción de plásticos en Occidente no encuentra como ser absorbida ni siquiera en el contexto del comercio internacional. Así que la “guerra de la basura” amenaza con alcanzar grandes proporciones a medida que los residuos sobreabunden y el negocio del reciclaje se vaya haciendo menos rentable a causa de la caída de los precios. Sólo una audaz y mancomunada campaña emprendida por los gobiernos, industriales y consumidores globales para optar decididamente por un modelo de producción y consumo circular, puede evitar que derivemos en grandes conflictos internacionales que tendrían a los océanos como último, forzoso y funesto recurso de vertimiento.

 

*Leonard, Annie. La historia de las cosas, Bogotá: FCE, 2010. P.290.

 

**organización ecologista internacional sin fines de lucro.

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“NO PUEDO GESTIONAR MI BASURA”

Todo el que se dedique a la promoción o venta de bienes o servicios que no suplan una necesidad o deseo inmediato tiene que lidiar con las resistencias de su cliente que, regularmente no ve porque tendría que gastar tiempo o dinero en algo que no va a beneficiarlo inmediatamente. Aunque teóricamente se nos antoje que lo que nos dicen sobre el cuidado del ambiente nos conviene a todos hacia el futuro, si su beneficio no está en el corto plazo, sencillamente extingue su atractivo. Si las cosas no me van a beneficiar ya, no tengo porque atenderlas o comprarlas, y si además requieren de mí un esfuerzo, definitivamente eso ya es una pérdida de tiempo. Así que hay un reto muy grande en hacerle ver a otros algo que, aunque urgente, ellos todavía parecen intuir muy lejos. 

Cuando invito a la gente a gestionar su basura doméstica, es decir, a compostar y reciclar sus residuos, me suelo topar con una de estas tres reacciones. Un primer grupo que se excusa desdeñosamente de emprender la tarea, señalando que sus múltiples ocupaciones definitivamente no les permiten sacar tiempo para compostar ni reciclar; este es el grupo de los ocupados. Hay un segundo grupo, un poco más solícito, que se solidariza con la causa señalando la gravedad de los problemas generados por la basura, pero que seguidamente pasan a excusarse con el argumento de que no tienen espacio para compostar ni reciclar dado que viven en casas o apartamentos sin patio; estos son los confinados. Y hay un último grupo que de entrada se niega a contemplar siquiera la idea, señalando que la basura es algo repugnante, que no soportan su olor, y que no van a arriesgarse a atraer hormigas o cucarachas a sus casas; este es el grupo de los escrupulosos.

Para tratar de hacer consciencia sobre el asunto, voy a plantear una corta reflexión a cada uno de esos grupos remisos con la esperanza de que en alguna de estas palabras aparezca la razón por la que carece de sentido que le escurran el bulto a su propia basura. Vamos con el primer grupo, el de los ocupados. Por lo regular se trata de personas laboralmente activas que cumplen horarios de oficina o con trabajos exigentes que, aunque son medianamente conscientes de su responsabilidad, no encuentran cómo compaginarla con sus deberes diarios. Cuando las personas se decantan tanto por el mundo del trabajo, es muy probable que abandonen sus obligaciones domésticas y que no tengan tiempo ni siquiera de ocuparse de las tareas básicas. Eso es comprensible. Pero no por eso los vemos vivir en la suciedad o en el abandono. Es obvio, salvando ciertas excepciones, que hacen todo lo posible por mantener su casa en orden, y que incluso pagan quien los supla con sus propios menesteres porque sencillamente saben que no pueden permitirse vivir entre la escoria, ya que esto haría colapsar la vida familiar.

Nos gustaría que fueras consciente de que lo propio puede pasar a un nivel macro con el Planeta. La basura y la contaminación podrían hacernos colapsar como civilización. De manera que si te preocupas por limpiar tu casa pequeña, haz lo propio con tu casa grande: la Tierra. Si tu casa pequeña está atestada de mugre, lo inmediato que quieres hacer es escapar de ella a un lugar más limpio y agradable; pero si el Planeta está atestado de basura, no hay a donde escapar. Como dicen por ahí, no hay planeta B. Así que de la misma manera que sacas tiempo para tu partido o película favorita o para reunirte con tus amigos, decide sacarlo también para aprender cómo compostar, reciclar y reducir tus residuos o capacitar a la persona que te ayuda con las tareas domésticas. Querer es poder. Es tan simple como designar un tiempo y un espacio para cada actividad, y con seguridad acabarás enamorándote de ellas.

En segundo lugar, tenemos al grupo de los confinados, de los que viven en espacios muy pequeños. Si estás en este grupo queremos decirte que es apenas natural que sientas que si no dispones de un espacio al aire libre sencillamente no puedes hacerte cargo de tus residuos. Pero no hay tal, tu casa también reúne las condiciones de un hábitat vivo: Si no fuera así no podrías tener ni una plantita, ni vivir tú mismo en ese ambiente. Así que la conversión de residuos no es tanto un tema de espacio como de estrategia; lo único que necesitas es reproducir las condiciones que se generan en el exterior para hacer posible la conversión de tus residuos, y eso es más fácil de lo que crees. Si dispones de una pequeña terraza o balcón techados maravilloso; pero si solamente tienes una pequeña esquina en tu cocina, en tu sala o incluso en tu baño social, no necesitas más. Puedes empezar hoy mismo.

Por último, está el grupo de los escrupulosos, de los que temen que la basura los infecte como si viniera de Marte y no de sus propias manos como realmente ocurre. El residuo se produjo justo cuando acabaste de servirte del producto, por ende, no está contaminado ni putrefacto, ni nada; no lo abandones antes de ponerlo a buen recaudo para que no corra esa suerte. Aprende las técnicas elementales de compostaje y reciclaje, para entender la circularidad de la naturaleza, y perderle el miedo a una práctica tan básica y necesaria para el correcto funcionamiento ecológico. Por lo demás, si alguna vez dejaste pasar de tiempo tu compostaje, o se pudrió por exceso de líquido, no temas el olor resultante. Los olores hacen parte de nuestra naturaleza animal y acompañan todas las funciones vitales como el sexo, la respiración y la alimentación. Sin duda que tenemos un instinto de repugnancia que funciona como un mecanismo de supervivencia para no ingerir o respirar alimentos o atmósferas contaminadas; pero un buen compostaje huele a cítricos, hierba y tierra húmeda. Ciertamente no huele a perfume químico, pero su fragancia no deja de ser agradable. Dale una segunda oportunidad a tu animalidad, descubrirás un inusitado placer por los fermentos que también repercutirá positivamente en tu salud. Animalízate más y complícate menos. 

Finalmente, y respecto al supuesto riesgo de animales rastreros teniendo un compostaje en tu casa, puedo asegurarte con total fiabilidad que hay más cucarachas en nuestras cabezas que en un matero de compostaje bien hecho. Ni el compostaje ni el reciclaje generan olores ofensivos cuando son realizados siguiendo unas tácticas específicas y, por ende, no estimulan el olfato de ningún animal. Sólo es cuestión de aprender la técnica correctamente. Decídete a transformar tu basura en abono, no sólo descubrirás que es una experiencia mágica, también estarás ejercitando tu propia responsabilidad moral al no poner a otros a cargar con ella.

Hay quien dice por ahí que para salvar al ambiente hay que involucrar a todo el mundo. Muy cierto, aunque yo no diría que hay que involucrarlo sino hacerlo consciente de que ya está involucrado. Por el hecho de que ignoremos que hay un relleno sanitario muy cerca o lejos de nuestra ciudad, éste no va a desaparecer ni a dejar de recibir las miles de toneladas diarias de basura que recibe, complicando la suerte de los ecosistemas y de los habitantes de sectores aledaños. Que tu no veas o no sientas el hedor de la basura que arrojas cada día al ambiente, no significa que no lo estés haciendo, ni que ello no esté teniendo consecuencias deplorables. Como ser que necesita consumir para mantenerse con vida, es obvio que generas desechos que, a su vez, generan secuelas en la naturaleza y en la calidad de vida de todos. De modo que el problema tiene que ver directamente contigo. Si no haces algo ahora para evitar propagar la basura, inevitablemente llegará el momento en que te toparás con ella en la puerta de tu casa, o lo harán tus hijos o los hijos de tus hijos. Y para entonces puede que ya sea muy tarde.

No creas que el problema es de los políticos o de las autoridades sanitarias o de los operadores de basura o de cualquier otra persona diferente a ti. Es tuyo y te atañe genuinamente. Tú eres su generador. Nadie más sino tú lo puede arreglar.

Así que independientemente de todas las circunstancias que consideras que te excusan de encargarte de tu propia huella ambiental, se requiere de tu compromiso como consumidor y como productor, y lo último que se necesita es que le escurras el bulto a la responsabilidad; no la cargues sobre hombros ajenos. Es tu fardo, hazte cargo de él. La basura es un problema que generamos entre todos y entre todos debemos resolver. 

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ÁNIMO DE LUCRO Y DAÑO AMBIENTAL

La gente excesivamente pragmática suele pensar que las ideas no tienen ninguna relevancia en el mundo de los hechos, y que el mundo real es un mundo de sucesos, no de teorías. Pero para saber cuánto puede una idea penetrar y moldear el mundo de los hechos, sólo hay que recordar a Edward Bernays, el esclarecido sobrino de Freud que, utilizando las técnicas psicoanalíticas de su tío, sentó las bases de la sociedad del derroche y supo entronizar la idea de que la felicidad se consigue a través del consumo, demostrando palmariamente que nuestras mentes son dominadas por ideas de hombres que nunca conoceremos.

Aún recuerdo el día en que, con ocasión de una exposición sobre la creación de una empresa sostenible, de pie y frente a todo el salón de clase, un grupo de estudiantes comenzó su intervención con una afirmación tajante: “como todos sabemos el objetivo de una empresa es hacer dinero”. De inmediato adelanté mi cabeza por encima del escritorio y exclamé: ¿Cómo puede ser? ¿Acaso el objetivo de una empresa no es hacer un determinado producto o servicio? ¿No es el objetivo de una empresa de calzado, de electrodomésticos, o de muebles, hacer zapatos, electrodomésticos y muebles respectivamente? En sana lógica, la única empresa que puede tener por objetivo hacer dinero es la casa de la moneda, es decir, la empresa encargada de fabricar los billetes en un determinado país, señalé jocosamente. Para ellos sí es absolutamente razonable decir que su objetivo es hacer dinero.

Los estudiantes se miraron atónitos como si por primera vez se estuviera cuestionando lo que con devoción les habían enseñado durante toda su carrera, y me interpelaron diciendo que todo el mundo quiere y necesita dinero, y que nadie pone una empresa para regalar sus productos. Ciertamente, repliqué yo. Pero cobrar por un bien o servicio no es lo mismo que tener ánimo de lucro. Veamos.

Cuando una empresa se constituye como empresa, enuncia cuál va a ser su quehacer dentro de la sociedad y lo que valida su existencia en el conglomerado social. Tomemos como ejemplo una empresa de calzado X. Hacer zapatos es la razón de ser de la empresa X, para eso se constituyó. Sobra decir que tiene que cobrar por ejecutar ese bien, por fabricar ese calzado, pues de no hacerlo simplemente sería inviable económicamente hablando, o sería una empresa de beneficencia puesta en marcha por un filántropo o grupo de filántropos acaudalados y deseosos de hacer zapatos gratis. Algo muy distinto a lo que llamamos hacer empresa. Las empresas tienen que cobrar por los bienes y servicios que ejecutan, ese cobro precisamente les permite poder funcionar. Si no cobraran ¿Cómo pagarían alquileres, maquinaría, insumos, empleados y la propia manutención de sus socios?

Pero decir que se va a cobrar dinero por un quehacer, es absolutamente distinto a decir que uno tiene ese quehacer para hacer dinero. Es diferente fabricar un producto como técnica y razonablemente se piensa que se debe hacer y después venderlo al mejor precio, que fabricarlo pensando de entrada en que se tiene que obtener el mayor rédito económico de él; valga decir, una cosa es producir enfocado en el producto, y otra muy distinta producir enfocado en la ganancia; porque en el primer caso, lo importante es el producto y hacerlo según los estándares que su fabricante considera correctos, mientras que en el segundo, lo importante es el provecho económico que se va a obtener a través de él, así que los estándares, las características y la concepción misma del producto queda condicionada a que proporcione lucro. No estamos diciendo entonces que una empresa no pueda cobrar por los bienes o servicios que ejecuta, incluso precios muy elevados; lo que estamos diciendo es que al enunciar que se ha constituido para hacer dinero, esto es, que tiene ánimo de lucro, lo que está diciendo es que su quehacer, su misión empresarial no es su objetivo primordial, sino un simple medio para la obtención de dinero lo que, sin duda, extravía los objetivos empresariales que dejan de ser el fin y se convierten en el medio.

Nadie piensa que en una idea como esta haya algo raro, irregular o pernicioso. De hecho, se enseña en las universidades como una doctrina intelectualmente aceptable y socialmente deseable. Se suele creer que no hay nada malo en supeditar la misión de la empresa al objetivo del lucro, y todo el mundo se lanza a crear empresas que generen dinero por medio de tal o cual bien o servicio, creyendo que pueden satisfacerse ambos objetivos. Pero quizás aquí, como en ningún otro ámbito, cobre tanto sentido la enseñanza bíblica de que no se puede servir a dos señores porque se acabará amando al uno y odiando al otro. Es evidente que donde el objetivo empresarial -el bien o servicio ofrecido- se pone como medio para la obtención de lucro, ya están dadas las condiciones para descarriar la misión empresarial, con todos los corolarios que ello conlleva.

Y así es como vemos crecer la competencia desleal entre compañías del mismo ramo, y vemos también la creciente precarización de las condiciones laborales, y observamos el abaratamiento de costos de producción a niveles imposibles porque obviamente es más fácil vender algo barato que algo costoso, y entonces hay que relajar los estándares de producción al punto de producir baratijas a precios caricaturescos para que la gente pueda comprarlas asiduamente y el capital aumente conforme los objetivos de lucro de la empresa. Y se trasgreden los límites de la honestidad y de la buena fe en el comercio, y entonces vemos que los empaques de los productos son tres veces mayores que su contenido neto para inducir a engaño al comprador, y vemos edificaciones que colapsan por ahorro en los materiales o en la mano de obra, y automóviles cuyos costosos repuestos se tienen que cambiar con apenas un par de años de uso, y alimentos preparados con insumos nocivos porque son más baratos, sin que importe su impacto en la salud de los consumidores. De suerte que el producto o servicio que nominalmente era el objetivo de la empresa se va quedando en un segundo plano, y ya no importa hacerlo bien sino aparentar que se está haciendo bien; y entonces queda claro que se ama el dinero y se odia el producto, que al haber colocado el bien o servicio como medio del capital, ha sido preciso traicionar la misión empresarial.

Así que la empresa olvida que su misión, su quehacer dentro de la sociedad era satisfacer las necesidades de seguridad, transporte, abrigo y comunicación de la gente por medio de casas, automóviles, vestuario y teléfonos robustos, confiables y duraderos, y la economía se vuelve absolutamente precaria e incierta; tan precaria que el consumidor de hoy no sabe escoger entre un producto de antaño y otro recién fabricado. No quiere el antiguo porque ya no es funcional o porque la fatiga de los materiales lo ha hecho inviable; pero tampoco quiere el nuevo porque teme que el abaratamiento de los costos empleados no le garantice la solidez y calidad que como consumidor espera, haciéndole perder su inversión. Es una tragedia social y económica que hace ya décadas empezó a ser también ambiental, porque esa idea de que una empresa debe producir dinero y no estrictamente funcionar para cumplir sus objetivos empresariales como en sana lógica debería ser, precarizó tanto el mundo empresarial, que acabó por inocular en nosotros una idea tan extraña y estrafalaria como la idea de las cosas desechables, de que no sólo no hay que fabricar cosas duraderas sino que se pueden fabricar deliberadamente provisionales, listas para usar y botar.

¿Cuánto ha trepanado nuestras mentes una idea como esa? Es difícil decirlo. Hay quienes se atreven incluso a hablar de seres humanos desechables y a considerar las relaciones interpersonales bajo la simple óptica de la utilidad, la relación durará lo que dure la posibilidad de obtener beneficio, sin que quepan otros valores como la lealtad o la solidaridad. Cada cual podrá sacar sus propias conclusiones respecto a lo que significa una relación de ese tipo con el mundo y con las cosas. Por lo que a este espacio respecta, sólo quisiéramos recalcar que la idea de lo desechable es con mucho, la responsable de buena parte del creciente daño a la naturaleza. La mayoría de nosotros es testigo de la insufrible multiplicación de desechos y basura a todo lo largo y ancho del globo terráqueo; fotografías realmente dramáticas de animales envueltos en bolsas y redes con sus vientres llenos de plástico, las arenas de los desiertos atestadas de ropa vieja e incluso nueva con etiquetas de fábrica, los rellenos sanitarios a reventar, causando todo tipo de enfermedades y emergencias, cementerios de residuos electrónicos en poblaciones marginadas, mares y océanos con enormes derrames de petróleo, y gases pestilentes inundando la atmósfera.

Los daños que la cultura del desechable y de su distribución masiva y globalizada han generado en los ecosistemas son incalculables, y se requiere mucha voluntad, entereza, trabajo y capacidad técnica para reversar, en la medida de las posibilidades, su infortunado y nefasto impacto. Lo más paradójico de todo es que se trata de un daño totalmente prescindible, porque independientemente de dónde se haya originado la idea de que una empresa tiene que producir lucro, es evidente que es una idea absurda y gratuita; absurda porque convierte en fin lo que no puede ser sino medio: nadie quiere el dinero por sí mismo sino por la vida cómoda que puede proporcionar, pero con frecuencia se sacrifica ésta por ir en pos de acumularlo, trastocando el orden lógico de las cosas; y gratuita porque el lucro no es en absoluto necesario para la instauración y funcionamiento de una empresa exitosa, y lejos de haber traído algo positivo al mundo del trabajo, el crecimiento personal y la naturaleza, ha acabado por envenenar la misión empresarial, las relaciones sociales y nuestro hogar originario.

Qué respiro tan grande le daríamos a la Tierra si volviéramos a recuperar el ethos del trabajo, el orgullo de ser buenos artesanos, buenos profesionales, buenos empresarios. Cuánto alivio no le daríamos a la naturaleza si hiciéramos nuevamente las cosas para durar, para pasar de generación en generación, para integrarse sanamente al suelo cuando acaben su vida útil. Ello pasa por una transformación radical en las mentes y corazones de quienes tienen la capacidad y posibilidad de hacer empresa. En La red sin residuos proponemos construir compañías que, en lugar de tener ánimo de lucro, tengan ánimo de servicio; y el dinero que produzcan sea el resultado de satisfacer a sus clientes, mejorar la sociedad, y cuidar la naturaleza. Por supuesto, esa idea implica empezar desde cero para muchas empresas, repensar su razón de ser y el objetivo para el que fueron creadas. No se puede ser un buen empresario si no se está absolutamente enamorado de la idea que se quiere sacar avante en la sociedad, si no se cree irrestrictamente en ella independientemente de cuánto dinero proporcione. Ese es el mejor antídoto contra el afán de lucro y sus calamitosas consecuencias. Es un reto, por supuesto, todo cambio lo es; pero ese cambio es a mi modo de ver no sólo una garantía para la conservación de la Tierra sino para la construcción de una vida más plena de significado.

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REDUCIR, REUTILIZAR, RECICLAR

Todos hemos escuchado alguna vez la regla de las 3R –reducir, reutilizar, reciclar- popularizada por la organización ecologista internacional Greenpeace como el ABC de la sostenibilidad. De hecho, en muchos supermercados, almacenes y hasta en propagandas institucionales se hace alusión a la misma como una estrategia medioambiental para reducir el impacto que nuestro consumo deja sobre la naturaleza. Y todos la repetimos a diario para asegurarnos de estar aprendiendo bien la lección; incluso desprevenidamente y en cualquier orden, como si diera lo mismo reciclar que reutilizar o reducir, o todas fueran igual de importantes a la hora de cuidar la Tierra.  Pero si en algún ámbito, el principio de que el orden de los factores no altera el producto pierde su validez, es en el ámbito de la sostenibilidad.

Para verlo más claramente hagamos un simple ejercicio aritmético con un producto de consumo masivo como las bebidas gasificadas en lata. Veamos:

 
  1. Si decidimos reducir su consumo, estaremos ahorrando: el agua, los colorantes y el azúcar con los que se produce el líquido; el aluminio con que se fabricaría el envase; la energía empleada para la fabricación de ambos (líquido y lata), el CO2 generado en el transporte, y consecuentemente toda la huella ambiental que esos insumos y procesos generarían (Sin duda, que esta es la opción ecológica por excelencia). 

  2. Si decidimos reutilizar comprando la bebida en envase retornable, estaremos gastando el agua, los colorantes y el azúcar para fabricar el líquido y lavar el envase, así como el CO2 incluido en su transporte; pero al menos estamos ahorrando el aluminio y la energía con que se fabricó el envase.

  3. Si decidimos reciclar comprando la bebida en envase desechable, no estamos ahorrando gran cosa. Estaríamos gastando no sólo el agua, los colorantes y el azúcar para producir el líquido además del co2 para su transporte, sino la energía y demás costos incluidos en el reciclaje de ese envase de aluminio. Desde luego, al reciclar el envase estamos evitando la explotación de más bauxita (mineral con el que se produce el aluminio que es ciertamente un gran contaminante del agua), pero igual gastamos la energía que se necesita para fundir esas latas y formar otras nuevas.

De manera que, si el objetivo es cuidar la Tierra, la triada: reducir, reutilizar, reciclar deba ser en ese preciso orden, esto es, antes de reciclar debes reutilizar, y antes de reutilizar, considerar si se puede reducir. Antes de comprar una máquina reciclable para afeitarte todos los días piensa si la puedes comprar reutilizable; y antes de comprarla reutilizable piensa si puedes evitar afeitarte o al menos reducir tu número de afeitadas. Recuerda siempre que el mejor residuo es el que no se produce. 

Hay quienes critican la adopción de las 3R -en especial de las dos primeras: reducir, reutilizar– como una medida de extrema austeridad que socava el disfrute de la vida al impedir el goce de todas las comodidades que brinda la sociedad moderna. A ese respecto quizás debamos decir que la moderación y la prudencia en el gasto siempre han sido amigas de la vida buena. Ahorrar y cuidar los propios recursos fue el comienzo de una historia próspera para muchas familias en las que el gasto se orientaba a lo realmente importante sin dilapidar el presupuesto familiar en cosas superfluas o desechables, porque veníamos de una tradición enfocada en satisfacer la necesidad y no en crearla. 

De allí que, lo que para nosotros son necesidades, fueron lujos para nuestros antepasados. Algo tan simple como un pañuelo descartable, era algo impensable para una sociedad que usaba pañuelos de algodón para el cuidado personal; llevar la olla al restaurante para traer a casa la sopa del domingo sin siquiera imaginarse la figura de un domicilio o los recipientes desechables en que hoy nos la traen hasta la puerta, era una práctica juiciosa y consuetudinaria. Desde los empaques y la ropa, hasta los electrodomésticos y automóviles, todo era reparado, aprovechado y reutilizado hasta agotar su existencia. 

¿Fue esta vida miserable o austera en algún sentido? No, por cierto. Simplemente se disfrutaba de las cosas aceptando que había que incomodarse un poquito para tenerlas y sabiendo que, en cuanto hechas para durar, podían alargar su vida útil por varias generaciones sin perder un ápice de su valor o esplendor. Era simple y agraciado. Poder vestir el saco o el pantalón que llevó tu hermano mayor era un símbolo de raigambre, de tradición y conservación en una sociedad poco industrializada, teniendo a cambio el gozo y disfrute de una naturaleza limpia, de paseos en ríos cristalinos, de cabalgatas al aire libre, de comida exenta de químicos.

Así que, no hay duda de que orientar la economía a la reducción y reutilización como estrategias para frenar la producción y consumo disparatados es la primera y expedita manera de cuidar la Tierra. Si como sociedad no tenemos claro este orden y no adaptamos la economía más al servicio y la reutilización que a la producción inane de bienes para después tener que invertir recursos y energía en reciclarlos, es muy probable que caigamos en despropósitos que por bien intencionados que sean no dejan de ser despropósitos.

Para la muestra un botón. Cierto día, por casualidad, un ama de casa vecina abrió su refrigerador para enseñarme no recuerdo qué, y estaba repleto de jugos en cajita. Curiosa por la cantidad, le pregunté si le gustaba mucho ese tipo de bebida y de inmediato me respondió que no, que los había comprado porque en el colegio de su hijo estaban haciendo un concurso respecto a qué salón reciclaba más!!! Eso es poner las cosas patas arriba, aunque sea con la mejor intención. Si en lugar de decantarnos por la reducción y reutilización, lo hacemos sólo o primeramente por el reciclaje, la consecuencia obvia es un creciente aumento en la demanda de recursos, agua y energía que acabará colapsando el sistema, porque en lugar de ponerle coto a la sobreproducción de insumos y mercancías los va a demandar para poder mantenerse en funcionamiento. Los residuos son la materia prima de cualquier planta de reciclaje; de suerte que éstos fungirán como la excusa perfecta para revalidar el despilfarro.

De nuevo, esto no significa que el reciclaje no tenga un valor ecológico enorme, especialmente en estos momentos donde la industria de los empaques con sus residuos ha alcanzado literalmente todos los rincones de la Tierra. Pero hay que ser muy cautos a la hora de implementarlo, hay que saber que es un medio para limpiar lo que ya está atiborrado, no una estrategia para perpetuar y legitimar ese atiborramiento. Es a eso a lo que hay que atender.

Muchas expectativas se cuecen hoy día desde distintos sectores de la industria respecto a la posibilidad de llevar el modelo tecnológico hacia un modelo intensivo en reaprovechamiento, recirculando tanto cuanto se pueda sin ralentizar la producción. Cradle to cradle que en español significa de la cuna a la cuna es un trabajo de ingeniería de diseño que, apoyado en la ciencia y la innovación busca garantizar que toda materia prima se mantenga en una perpetua circularidad evitando que vaya de la cuna a la tumba como tradicionalmente se ha hecho. De allí su idílico nombre. Una alternativa que se aparta de la regla de las 3R reducir, reutilizar, reciclar o más exactamente de las dos primeras, apostándole al incesante reciclaje de materia y energía. Una especie de industria imparable, en la que todo sea diseñado para ser desmontado otra vez y así retornar a la tierra como nutriente biológico o como nutriente tecnológico (insumo) para un nuevo producto. Muy interesante sería; pero hasta que no comprendamos bien cómo funcionaría, cuál sería el tipo de energía empleada, cuál la logística de recolección y distribución, el tipo de materiales usados, las consecuencias de esas innovaciones y demás, lo prudente es apuntarle a la mesura.

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EL RECICLAJE NO ES MAGIA

El reciclaje es una de las estrategias más socorridas para lidiar con la basura, y la que tiene más prensa hoy por hoy. Sobre ella, quisiéramos en primera lugar, transcribir las palabras de Annie Leonard en su libro Historia de las cosas, que resumen lo paradójico del asunto: “El reciclado puede ser un arrullo tranquilizador que nos persuade de haber hecho nuestra parte cuando en realidad nada ha cambiado. Y también puede desempeñar un papel importante en la transformación hacia una economía más sostenible y más justa”. Una apreciación muy ponderada, habida cuenta del abuso que, en el imaginario popular, se hace de dicha práctica. No hay duda que el reciclaje puede ayudar a paliar el problema de la basura si se asume con las debidas precauciones y salvedades, y no como el recurso primero y último que automáticamente nos sacará del atasco.

Muchas personas creen que la técnica del reciclaje representa para el medioambiente una especie de pase mágico por el que las cosas quedan restituidas en su ser primigenio, que sólo es chasquear los dedos y ¡voilá! La prueba es que cuando instamos a alguien a no despilfarrar tal o cual recurso, la respuesta frecuente es un desenfadado “eso se recicla” con el que se nos invita a usar y derrochar sin reparo, pues el objeto o recurso en cuestión puede fácilmente ser traído de nuevo a la vida por medio del reciclaje. Muy lejos de la realidad. 

Cuando la práctica del reciclaje se analiza en profundidad, entonces queda claro que no se trata de magia, que no es como que si se recicla ya no hay problemas ambientales. Todo proceso de reciclaje es un proceso de transformación de materia, es decir, es un proceso físico-químico que consume recursos y genera residuos y, en consecuencia, presiona la capacidad de fuente y la capacidad de vertedero de la naturaleza*. Para verlo más claramente, tomemos grosso modo el reciclaje del papel en tres de sus etapas principales: recolección, lavado y secado.  

Empecemos por el acopio del material. En primer lugar, todo residuo de cartón o papel debe ser transportado a la bodega de reciclaje desde la fuente o lugar donde se produce, bien sea en el vehículo de quien lo desecha o en el camión recolector de la bodega recuperadora y, de allí, previa clasificación y embalaje, a la fábrica recicladora de papel propiamente dicha para su transformación, en vehículos de carga pesada. He aquí un primer recurso utilizado: el combustible. O sea que, por cuenta de ese transporte, ya tenemos un consumo energético además de una generación de residuos representada en la huella de carbono (CO2) liberado a la atmósfera.

El segundo gasto energético viene en la planta procesadora, cuando esos residuos de papel y cartón son depositados en una especie de tolva mezcladora o licuadora gigante llamada hidropulper y sometidos a un lavado o centrifugación para retirar las partículas o elementos ajenos a la fibra como arenas, lacas, alambres, cuerdas y demás. El consumo energético de un hidropulper con capacidad de 800 toneladas/día y una potencia de 1600 Hp (caballos de fuerza)[1] es de 1200 kw (kilovatios), lo que equivale a tener encendidas 20.000 bombillas de 60 vatios por 24 horas, con su consecuente huella ambiental. Que la energía eléctrica, a diferencia del combustible, no genere CO2, no significa que las hidroeléctricas al interrumpir el curso de un río y crear el desbarajuste que crean en un ecosistema, no tengan su propio impacto y, bien grande, en la naturaleza.

Pero la huella ambiental del proceso de lavado o depuración del reciclaje de papel no es sólo energética; se usan también aquí grandes cantidades de agua al igual que sustancias químicas como soda caústica, peróxido de hidrógeno y tensoactivos para poder que las fibras vegetales del papel (celulosa) se rompan y así separarlas de impurezas y tintes. Aunque el agua utilizada es, por lo regular, recirculada, esa recirculación implica por sí misma la implementación de un proceso de depuración químico o mecánico que permita usarla de nuevo, o sea, otro tanto en gasto de energía y recursos[2].

El proceso de lavado y centrifugación, por su parte, arroja dos cosas: una fibra o pulpa vegetal reciclada, y un residuo llamado lodo papelero. En cuanto a la fibra o pulpa vegetal, ésta es adicionada con nuevos químicos como hidrosulfuro, peróxido de sodio o de hidrógeno, u otros alternativos como el dióxido de cloro[3] para someterla a un proceso de blanqueamiento y refinamiento, todo lo cual supone más descargas y vertimientos a la atmósfera. Seguidamente, dicha pulpa es propulsada a unas mallas a través de las cuales empieza a escurrir agua y a formarse como una hoja de papel muy húmeda y de baja resistencia. Esta hoja de papel es luego prensada en unos rodillos desecadores a una temperatura de alrededor de 120°c hasta secarse por completo. Posteriormente, viene el proceso de calandrado o emparejamiento que tiene como resultado una hoja o pliego de papel reciclado. De manera que esta fase del proceso no sólo consume agentes químicos, sino energía eléctrica y también térmica; ésta última, procedente de calderas, con su propia huella ambiental representada en la quema de material fósil, o sea más liberación de CO2[4].  

Respecto al lodo papelero que es el residuo resultante, hay que decir que, en una empresa medianamente grande, puede ascender a 20 toneladas o más por día. Su composición, además de los remanentes y tintas, consiste principalmente en fibras de muy corta longitud, que cada proceso de reciclaje acorta aún más hasta hacerse completamente inviables para ser recicladas, por lo que se requiere agregar pulpa virgen para incrementar sus propiedades de resistencia. Resulta interesante constatar que en muchos procesos de reciclaje y, muy especialmente, en el del papel, se produce un desgaste o acortamiento de la fibra o pulpa que la hace menos apta para formar enlaces y consecuentemente una nueva hoja de papel, razón por la que no alcanza a superar en número los cuatro o cinco ciclos de reciclado. De allí que el reciclaje industrial del papel implique una continua pérdida de materia.

Ya en lo tocante a su disposición, el reto ambiental que plantea el lodo papelero es evitar que por gravedad se cuele aguas abajo y se esparza por todo el ecosistema contaminando lo que encuentre a su paso. Para evitarlo, debe ser enterrado en rellenos sanitarios o terraplenes de nivelación topográfica, lo cual es mejor que simplemente dejarlo correr; aunque igual constituye una contaminación de la tierra, “menos lesiva” porque se deposita en un punto específico pero que, acaba, por efecto de la lluvia, colándose al interior de los suelos.

En los últimos años se ha buscado aprovechar esos lodos en la fabricación de moldes para el empaque de huevos, caso en el que podemos hacer el mismo análisis: energía, tintes, consumo de queroseno en el horno de secado y demás. La fabricación de dichos empaques tendrá su propio gasto energético y de recursos e implicará una posterior generación de residuos una vez las cajas hayan cumplido su ciclo de uso.

Puede decirse, y con toda razón, que el reciclaje del papel ahorra toneladas de agua y energía mientras evita la tala indiscriminada de bosques, y es cierto; pero que igual impacta la naturaleza negativamente, la impacta. Y es eso lo que tenemos que aprender a leer en las cifras. Según la Agencia Federal de Medioambiente de Alemania (y estamos hablando de un país con políticas ambientales muy eficientes), la producción de papel reciclado ahorra una media del 78 por ciento de agua, el 68 por ciento de energía y el 15 por ciento de emisiones de CO2 en comparación con el papel fabricado con la llamada pulpa primaria, normalmente madera[5]. Una buena noticia, recibida con júbilo por parte de los consumidores, pero sin duda, necesitada de análisis ulteriores; porque cuando un dato se da en términos de ahorro, entonces parece como si todo fueran ventajas. Si le diéramos la vuelta al dato y, en lugar de decir que el papel reciclado ahorra un 78% de agua, dijéramos que gasta un 22% de agua que es lo que en realidad hace, y un 32% de la energía normalmente utilizada, y que además genera un 85% de las emisiones de CO2 usadas en la fabricación a partir de pulpa virgen (cualesquiera sean las cifras y sabemos que son muy grandes), entonces la cuestión aparece en su justa dimensión: el reciclaje ayuda a ahorrar, pero de ninguna manera evita el gasto. Si -por poner un dato al azar de los que pululan en internet- producir una tonelada de papel, gasta 17 árboles… cuando decimos que reciclar papel salva 12 árboles, lo que en realidad estamos diciendo es que gasta 5. Y 5 árboles talados son los suficientes para comprender que reciclar el papel no es la práctica que realmente cuida la naturaleza.

De suerte que afirmar que una cosa daña menos, no es lo mismo que decir que no daña. Claramente daña de todos modos. Lo propio podríamos decir de cada proceso de reciclaje. Hay que tener claro que cada uno tiene asociados sus propios problemas y secuelas ambientales; cada uno consume mayor o menor cantidad de energía, de agua, de materia prima, al tiempo que genera su propia toxicidad, vertimientos y emisiones. Hay muchas iniciativas de reciclaje intensivas en materiales e insumos como energía, tintes, esmaltes, pegantes, solventes, adhesivos, etc… que a su vez generarán su propia huella negativa tanto en su fase de producción como cuando el producto reciclado acabe su vida útil. De modo que lo más importante a tener en cuenta a la hora de reciclar, es que la huella ambiental dejada por el residuo reciclado no vaya a ser peor que la que dejaría simplemente tirarlo. En estos casos puede resultar preferible no reciclar el residuo que ahondar el daño.

Todo lo anterior, no es con el fin de que dejes de reciclar. Todo lo contrario, recicla todo lo que puedas, pero ten presente que esa no es la opción más eficiente a la hora de cuidar el ambiente, ni la primera a seguir. Así que no nos apuremos tan alegremente a derrochar con la excusa de que “eso se recicla”. Se requiere construir un orden lógico en torno a lo que verdaderamente resulta más ecológico, ambientalmente más adecuado. Ese orden ya ha sido enunciado: reducir, reutilizar y reciclar; ese es el tema de nuestra próxima editorial.

 
 

[2]file:///C:/Users/Marta%20Restrepo/Downloads/Dialnet-MetodosUtilizadosEnElDestintadoDePapelDesperdicioA-5001688%20(1).pdf  

 
 
 

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